jueves, 17 de noviembre de 2022

PARTO

 Débora Hadaza

 

Una se enamora de lo que carga ¿cierto?

 

No tenía idea de quién era el papá. De hecho no sé si puedo usar la palabra “papá” en este contexto. No es que piense o crea que mi embarazo fue obra divina. Obviamente hubo un progenitor, alguien me plantó la “semillita”, alguien me lo metió, al niño, -el pene todos me lo metieron-. Las cosas desde esa noche fueron demasiado confusas para mí. Sé que todos me metieron el pene porque tenía desgarrada la vagina y el ano, porque tenía los labios lacerados y un regusto a semen y mierda. Pero no sé quiénes son “todos” y mucho menos qué chingados hacía yo con ellos. Me recuerdo en medio de ellos, sometida, con un pene en la boca y otro insertado en el culo, mientras otros se masturbaban sobre o cerca de mí, alguien tomaba fotos, alguien grababa. Luego me recuerdo tirada en la banqueta afuera de la prepa. Alguno de ellos tuvo la decencia de dejarme tapada con unos periódicos, alguien llamó a la policía, alguien a la ambulancia.

 

Después de varios análisis resulté con candidiasis y un embarazo. Nada demasiado grave para lo escandaloso del suceso. Mi familia vaticinaba sida, sífilis, gonorrea; por supuesto, sufriendo indeciblemente, pensaron en que tal vez después de la agresión moriría pronto o, si me dejaban sola, me suicidaría. Desgraciadamente para ellos, por más que se esforzaron en que me quedara sola y me sintiera una mierda, no tenía ni la menor intención de matarme. Me dijeron que podía solicitar un aborto y dije que lo pensaría. -¿Qué tienes qué pensar? dijo mi mamá. -Eso, si quiero abortar o no, contesté. Nunca supe si ella pensaba que tenía que abortar o que no debía de hacerlo. No me importaba su opinión ni la de nadie. Mis padres, hermanos, tíos, no soportaban verme, me exigían explicaciones que no podía dar, algunos me creían una víctima estúpida sin valor para denunciar, otros una puta que aunque quisiera no puede denunciar a nadie por su dudosa reputación. Yo no tenía claro quién realmente era en ese teatro. Por más que me interrogaban no podía recordar quiénes eran los tipos que me violaron, ni por qué estaba con ellos, ni si había querido o no coger con alguno, con varios o con todos. La psicóloga del centro de salud dijo que padecía síndrome de estrés post traumático, y que lo mejor era que me dejaran tranquila y esperaran a que mi mente se aclarara. Mi padre estaba furioso, la impotencia no le sentaba nada bien, esa, la de no poder ejercer su papel tiránico despótico y arrancarme respuestas a golpes y a gritos, esa lo frustraba profundamente, la otra, la sexual, lo tenía sin cuidado siempre que pudiera lucir otro tipo de potencia más imponente sobre los demás: cerrar, abrir o romper bocas nada más con mencionar su nombre, es decir, haciendo lujo de una magistral prepotencia

Como yo no decía nada, como aun me negaba a decidir si quería el aborto o no, como además los chismes y el escándalo los mancillaba en su selecto círculo social; en junta familiar mis abuelos, tíos, padres, primos y hermanos decidieron mandarme lo más lejos posible, con la oveja negra de la familia: Una tía de la que se rumoraba ser dealer, madam, promiscua, puta, estéril, estafadora, abortera y yonki. La tía le debía eternamente dinero a la familia, -mis padres le prestaron lo suficiente para no perder su propiedad,- entonces estaba decidido, ella debía recibirme, no podía negarse; yo tenía que acatar las órdenes de la familia y tampoco podía negarme. Uno de mis tíos dijo que con ella yo estaría en mi ambiente, mi abuela remató y si se decide por el aborto ella se lo puede hacer, la familia estaba de acuerdo por unanimidad, mi destino resuelto. Alguien aquí podría pensar que yo estaba en desacuerdo, pero en realidad no, estaba preocupada, espantada y dolida pero ¿Qué tan malo podría ser vivir con una mujer a la que todos los que me despreciaban habían decidido despreciar también? Con tal de que me dejaran en paz, si me mandaban con el diablo, me iba sentir igualmente a gusto.

 La tía vivía cerca de un lago, de los pocos lagos que aún permanecen limpios en el país, tenía mucho terreno y sembraba para su autoconsumo, -sí, también sembraba marihuana indoor, pero yo estaba hablando de verduras y frutas-; tenía gallinas y codornices, y era cierto, muchos hombres llegaban a su casa para intercambiar cosas, desde algo de sus cosechas hasta favores sexuales, por productos de limpieza, electrodomésticos, medicinas, muebles, libros, ropa, juguetes, adornos, joyas, accesorios, todo lo que se pudiera canjear, vender o rentar. En las mañanas vendíamos café y jugos, por las tardes café y pulque, por las noches, café, pulque, aguardiente, papas fritas y elotes; y todo el pinche día mota en pequeñas cantidades. La gente llegaba a todas horas, lo que nos gustaba nos lo quedábamos, por un tiempo, si necesitábamos dinero, que siempre necesitábamos dinero, o nos ofrecían una buena cantidad o algo que nos gustara más, lo cambiábamos. Su casa era un bazar, pero las cosas no duraban mucho, incluso las cosas con las que decidíamos quedarnos, ella siempre terminaba vendiendo o canjeando todo y también convenciéndome de vender lo que a mí me gustaba. Durante los nueve meses del embarazo me quedé sin cama tres veces, todas las recuperé pronto, pero ella decía que todo era temporal, que era absurdo aferrarse a algo, nada ni nadie eran para siempre.

Quizá por eso yo fui aferrándome al feto, a quién después fui llamando bebé y cuando supe el sexo, Ramón. Ramón como el único perro que tuve de niña, Ramón porque sonaba fuerte y rasposo, porque es un nombre molesto y común pero le tenía cariño. Ramón antes Feto me hacía vomitar todas las mañanas, Ramón después Bebé me hinchaba las piernas y me ponía horney, Ramón por siempre Ramón me fue llenando como si fuera una gran pelota, Ramón por siempre Ramón me hacía sentir que yo por fin poseía algo, a alguien. Mientras preparaba el café en las mañanas, o cuidaba las hortalizas, mientras clasificaba y acomodaba las cosas que íbamos a vender, mientras atendía a los camioneros, me iba imaginando a Ramón. La verdad me causaba mucha curiosidad su cara y su cuerpo, como no sabía quién era el padre no podía adivinar el color de su piel ni la forma de sus ojos, no podía saber si sería guapísimo o un esperpento, -a veces lo imaginaba con un pito enorme y cuerpo de atleta, otras que sería tímido y panzoncito-, si tendría una voz bonita o preferiría que fuera mudo, si sería simpático y amiguero o un nerd en potencia, todo el tiempo me inventaba historias, armaba como rompecabezas colores, formas, voces, vidas, todo lo que mi Ramón podría ser. No sé si al principio sentía amor por Ramón, sólo sé que deseaba muchísimo tener compañía, alguien a quién sí me diera gusto ver desde la mañana hasta la noche, alguien a quién enseñarle  a hablar, a caminar, a ir al baño, a ver las nubes y las estrellas. Pasaba las noches a duermevela oyendo la oscuridad e imaginando que eso podría gustarle a Ramón, lo feliz que podría ser escuchando las ranas en el tiempo de lluvia, los grillos en verano y las lechuzas todas las noches, lo mucho que se divertiría ensuciándose en el lodo, sembrando, recolectando, persiguiendo mariposas, sapos, bichos. De verdad creí que hasta valía la pena tanto horror, tantas dudas,  angustia y dolor si podía vivir lejos de todos los que me habían hecho daño y cerca de la única persona que me pertenecía en el mundo.

Cuando ya estaba por nacer Ramón mi abuela y mi madre vinieron para “cuidarme”. Ese era el discurso oficial, realmente llegaron para quitarle dinero a mi tía y para darme la sentencia de la familia: No podía regresar a la casa con el bastardo de un violador. Las órdenes eran quedarme en la casa de la tía, todavía un año en lo que a la gente se le olvidaba el chisme, bajo la supervisión y manipulación lejana de mis padres por supuesto; mandar al niño a un orfanato lo más pronto posible, o irme a la chingada con todo y niño si no me parecían las órdenes de mis padres. Dicen que una madre cura hasta las tristezas más profundas, pues la mía al aparecer  me subió la presión, me causó preeclampsia y me mandó al hospital antes de tiempo.

En la camilla del hospital, con contracciones constantes, hinchadísima como sapo, con la presión hasta el tope, el doctor del pueblo y una enfermera, -los que mes a mes me habían atendido y revisado-, se esforzaban por estabilizarme, pero como no podía ser de otra manera la odiosa de mi madre tuvo que hacer sentir su divina autoridad, con la actitud más mamona posible le gritó al doctor que ya mejor me hicieran la cesárea. Escucharla me prendió, le grité que una vez que el niño naciera podían hacer con nosotros lo que quisieran, pero mientras estuviera en mi panza las decisiones las tomaba yo. Se lo dije furiosa  y con los ojos ardiendo de rabia; me veía tan de la chingada que mi pobre tía, a quién el par de brujas no dejaban ni hablar, se atrevió a aconsejarme que para terminar pronto con mis sufrimientos tal vez la cesárea no era mala idea. Pero no, mi maldita familia podía tratarme de víctima o de puta, mandarme lejos, manipularme de lejos o de cerca, decidir sobre el futuro de mi hijo y aun sobre el mío, y por eso no les iba regalar lo único que no podían quitarme: mi dolor, mis emociones, mi experiencia.

 

En ese momento me di cuenta que esa era la razón por la que no lo había abortado, para saber que se sentía, para ver como mi cuerpo cambiaba, para saber que ahí dentro, sin juzgarme, sin odiarme, sin pedir nada aunque tomando todo, vivía algo mío, algo que a menos que me rajaran la panza no podían arrancarme, algo, alguien que los volvía furiosos, impotentes, vulnerables, alguien que los hacía ver malditos, pequeños, chusma, corrientes; alguien que sin siquiera abrir aún los ojos los marcaba, los señalaba, los jodía. Mi hijo, ese indefenso, débil bastardo, pedazo de carne, era mi única venganza, mi único escudo, mi única muralla contra mi familia. Por eso lo amé, lo amé mientras cuidaba la siembra de mi tía y recolectaba verduras, mientras preparaba café de olla y exprimía naranjas, mientras pesaba onzas de mariguana y servía tarros de pulque, mientras oía los gemidos de mi tía o emitía los propios con los camioneros que se me antojaban; lo amé en las noches que me quedé en el sofá por ya no tener cama, mientras perdía los pocos juguetes que le fui juntando o mientras los recuperaba. Lo amé porque pensé que criar un niño entre gallinas y amantes no era mala idea, siempre y cuando aunque se fueran todos él se quedara conmigo, siempre que pudiera tener su cuerpecito entre mis brazos y escuchar su sonrisa, siempre que a pesar de todo lo que me pudieran quitar, comprar o canjear, mi eterno Ramón permaneciera a mi lado.

 Y también me di cuenta ahí, a punto de expulsarlo, que no importaba nada de lo que había soñado o imaginado, que tampoco importaba si había pensado minutos antes escapar con él, la sombra de mis padres y sus juicios no nos dejarían de asechar, tarde o temprano cumplirían sus propósitos y lo arrancarían de mi lado.  El pinche futuro por donde se viera era una porquería, si mi hijo nacía, si mi hijo salía a la luz les pertenecería como todo, como yo misma; en ese instante todas mis ilusiones se volvieron certezas de angustia, todos mis sueños pedorros se tornaron una pesadilla de mierda de la cual no había manera de despertar.

 Entonces decidí: Mi hijo, mi Ramón, no va a salir.

Mi cuerpo entró en trabajo de parto. Mientras me gritaban que aflojara yo apreté. Apreté en contra de las contracciones, de la dilatación y de mí misma. Mi cuerpo vivió la ferocidad de una guerra civil, de una voluntad armada contra su propia carne. La fiebre, el dolor enloquecido, los músculos y huesos esforzándose al máximo contra corriente, contra sentido. Me estaba muriendo, matando en vida y me valió madres. Este niño no va a nacer, no va a salir, nadie ni nada me lo va a quitar. Tuvieron que sedarme y llevarme al quirófano, pero ya no pudieron hacer nada, ya a nadie pudieron “salvar”, mi madre y mi abuela se largaron con las tripas revueltas, las manos vacías y mi declaración de rabia: Nadie volverá a poseerme, nadie volverá a decidir por mí, nadie volverá a arrebatarme nada.

 Mi Ramón, mi eterno Ramón murió en mi vientre y en algunos minutos más moriré yo.


Puebla, México.

Agradecemos la colaboración de  Débora Hadaza  que se unió a nuestra convocatoria <16 días de activismo por la eliminación de la violencia contra las mujeres> promovido en la comunidad de San Quintín, Baja California, México. Te invitamos a conocer a la autora en https://www.facebook.com/profile.php?id=100082207058643&sk=about

 

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