Lan Nakúh Kam
Ahí estaba ella, como un alfiler más,
prendido entre aquel pajar. Reduciéndose involuntariamente con cada ascenso de
pasaje, hasta llegar a su destino. Salió a presión como todos lo hacen por
aquellas horas. “La Raza”, advirtió el letrero de llegada. Caminó distraída por
los pasillos de aquel hormiguero urbano, donde le salían al paso vendedores
ambulantes y limosneros suplicando una moneda. Ya ni siquiera los miraba. Al
principio se condolía de su situación, pero fue haciéndose inmune al
sufrimiento ajeno conforme pasaron los años. «¡Que se pongan a trabajar en
lugar de andar quemando!», pensó mientras apuraba el paso. Un desfile de
paraguas húmedos cerrando acompasadamente le informó que estaba diluviando
afuera. Con amargura pensó que el tráfico la demoraría dos horas más para
llegar a casa. «¡Maldita lluvia!», se dijo al salir para tomar el microbús.
Ya
solo quedaban en la memoria pocos fragmentos de aquellos días en que el agua
cayendo del cielo era motivo de alegría, recuerdos de la infancia.
Alfombras
de musgos tornasoles afelpaban las rocas de la vereda. Gruesas cascadas de agua
serpenteaban entre los declives de aquella escarpada pendiente, donde felices
brinquitos de gotas cristalinas humedecían los helechos. Julio era el mes más
templado del año, cuando llegaban torrenciales lluvias a lavar los cerros y
alimentar las vacas, levantando neblinas en la punta de la serranía, que daba
aquel aspecto mágico, casi fantasmagórico al sitio.
Dos
pequeñas señoritas saltaban enlodando sus huaraches, con sus canastas llenas de
epazote y verdolagas, que más tarde venderían en el mercado. «A cinco, a cinco,
a cinco el manojo», era su grito de batalla. Cada moneda, cuidadosamente
escondida entre el delantal, sería canjeada luego por verduras y huevos para alimentar
a la familia.
―Zitlali,
¿dónde andaban que tardaron tanto? ―les gritó su madre molesta cuando llegaron
a casa.
Ambas
se miraron confidentes, y corrieron a lavarse antes de entrar.
―¿Crees
que sospeche algo?― le preguntó su hermana menor.
―¡Shhhh!―respondió
con un gesto la mayor, soltando una risita culpable. ―Es un secreto, ¡cállate!
Y
guardó cuidadosamente el pequeño racimo de jazmines que Miguel le había
obsequiado más temprano, cuando confesó que le gustaba.
***
El cielo nocturno, desteñido por la lluvia, la
sorprendió al despertar. Ni el gélido retumbar del vidrio, ni las bruscas
paradas del chofer, habían logrado perturbar su sueño. «Se acabó el recorrido»,
le gritó el hombre al volante, mientras sonaba el aire de los frenos. Bajó del
microbús un tanto asustada, al percatarse que había tomado un rumbo
desconocido. «¿Dónde estamos?», le preguntó espabilándose al regordete hombre
que contaba los boletos. «Tláhuac», respondió él. ¡Ni siquiera había escuchado
del lugar! El desasosiego apareció precipitando su pulso. Nunca había llegado
hasta ese punto de la gran ciudad, de entrada, ni siquiera conocía la ruta de
regreso a casa.
―Oiga
don, ¿y por aquí no hay metro?
―¡Uy
seño! ¡Allá atrás! Unas quince cuadras, más o menos.
La
joven agradeció con un gesto y echó a andar.
Discontinuas
capas de pavimento fracturaban las calles de aquel sitio. Una lámpara titilante
luchaba por mostrarle el camino a la desorientada jovencilla que apuraba nerviosa
el paso, luchando por llegar al único punto que podía interconectar hasta los
territorios conocidos. Cada tramo de aquella callejuela solitaria le pareció
más tétrico, conforme la luz se extinguía. Al llegar a una ruidosa avenida, dio
vuelta buscando el ingreso al metro. «¡Ocho cuadras más!». Una sombra agazapada
entre el aparador de una tienda se irguió al verla pasar y comenzó a seguirla,
pero se distrajo con el paso embravecido de un carro, que salpicó la lluvia
estancada hacia la chica. «¡Carajo!»
―Mija,
mañana te vas a la ciudad con don Crucito, pa’ que te alistes ahorita. Te va a
llevar a que le ayudes en su puesto.
―¿A
la ciudad? Pero má, ¿qué no eso queda bien lejos?
―Ni
tanto, lo mismo que te haces en recoger las verdolagas tonteando en el monte,
nomás que él sí paga bien. Anda buscando chamacas que le atiendan las
marchantas, y sabe que eres re buena pa’ eso. ¡‘Ora si nos va a ir bien
mija! No pongas esa cara, nomás son tres días.
―Pero
má…
Un
gesto severo de la madre bastó para que la adolescente reprimiera toda rabieta
y bajara la cabeza. Aquellas tardes de libertad entre la lluvia que tanto amaba
habían llegado a su fin junto con la infancia, dando paso a una nueva etapa de
mayor responsabilidad. Lo más lamentable era que dejaría de tener excusa para
encontrarse con Miguel en las veredas del cerro. «Tres días es tantito, que me
espere, ya buscaremos la forma», se lamentó en silencio.
Al
día siguiente, la ruidosa camioneta de redilas pasó a recogerla. Costales de
papas, cebollas, camotes, le sirvieron de cojines en las horas del trayecto.
Adelante iba la familia de don Cruz, más dos jóvenes que desde siempre habían
trabajado con él. A lo lejos, Zitlali pudo observar que una gruesa nube grisácea
empantanaba el cielo de la ciudad. Casas y más casas, edificios, fábricas,
coches por doquier arrebatándose el paso ferozmente. Aquel era un espectáculo
impensable. Largos puentes de concreto conectaban un río de carros con otros,
que ruidosamente sonaban su claxon al sentirse invadidos. La velocidad en que
parecía moverse toda aquella gente era varias veces más rápida que en el
pequeño pueblo en que vivía.
―Y
deja que veas el mercado, chula―se burló uno de los cargadores, al notar su
mirada estupefacta entre las redilas.
Con
un brusco freno, el auto se detuvo. Se abrieron las puertas, y cada costal fue
bajando a ágiles aventones hasta la calle, donde cuidadosamente lo depositaban.
Un inmenso mercado, quince veces más grande que el de su pueblo, ¡quizá más!
Lleno de ávidos vendedores que apabullaban a los transeúntes desde lejos:
«Pásele, ¿qué va a llevar marchanta?», «¡Tres por diez!¡Tres por diez!»,
«¡Jugosita, jugosita la naranja!¡Acá es la buena!¡Llévele, llévele!»
―No
te quedes mirando. ¡Órale, a chambear!―le gritó la esposa de don Cruz.
Casi
quince horas de trabajo continuo, sin sentarse, gritando y atrayendo clientes,
la hizo terminar afónica. A sus escasos trece años, era la primera vez que
recordaba haberse sentido tan cansada. Al regreso a casa durmió entre los
cartones vacíos de algún producto, preguntándose si el día siguiente sería
mejor, pero la vida continuó pasando entre ajetreo y vendimia, trasladando
pesos de un lugar a otro.
***
―Vengo
por el anuncio de costurera―la mujer de la entrada se calzó los lentes
tomándole la solicitud mientras le observaba de reojo el rostro.
―¿Si
tienes al menos diecisiete años?
―Sí,
los cumplí el mes pasado―mintió, apenas y ajustaba los quince.
―Voy
a necesitar una carta de tus padres donde aceptan que trabajes.
―Lo
que pasa que no están aquí ellos, vivo con una tía, ella puede darme la carta―volvió
a mentir.
―No
me sirve. Si cae el seguro me van a multar.
―No,
mire doña, me puedo esconder si alguien llega, soy bien trabajadora, nunca le
voy a dar problemas―se le quebró la voz aun alterada por los eventos del día
anterior―necesito chambear, ¡por favor!
Aquella
mujer la miró atentamente. La tez morena, las piernas cortas y sus pantalones
baratos le dieron una idea de dónde venía.
―Mucho
riesgo. ¿Sabes máquina industrial?
―Aprendo
rápido. Allá en mi casa mi mamá cose, yo aprendí solita―continuó suplicante
mientras la mujer tronaba la boca.
―Pues
mira, no te puedo pagar lo normal, porque pues eres menor, y luego tienes que aprender.
Si te lastimas, me va a salir más caro―hizo una pausa simulando estar
pensativa―te daría trescientos por semana y las comidas. Eso es lo que puedo
hacer, por ayudarte.
La
realidad la golpeó de frente.
¡Trescientos
pesos! ¡Eso lo ganaba en un día de mercado con propinas! Se le arrugó el estómago,
para después consolarse. Las cosas eran así ahora, y no se podían cambiar. Se
limpió con la manga un brote de lágrima que intentó escabullirse, mientras
asentía con la cabeza. Y así dio comienzo a su nueva vida, entre la fábrica y
esa pobre pensión donde rentó un cuarto. Una nueva pesadilla de la que tardaría
en salir.
***
«Nomás
falta que me enferme», pensó al percibir una punzada en la garganta reseca. Los
calcetines mojados desde la tarde, y ahora la ropa empapada no eran buen
augurio. «¡Shht, sshht!», avisó la sombra encapuchada que continuaba
tras de ella.
Simuló
no verlo, apretando el paso. Diminutos calambres en el estómago y los brazos
provocaron un ligero temblor en todo el cuerpo. Se extendió la preocupación. Intentó
abrir más sus zancadas, casi trotando, pero aquel hombre también agigantó sus
pasos. Se acortó la distancia entre los dos peligrosamente, como en un mal
sueño en que, al intentar huir de un monstruo, queda uno en casi el mismo lugar.
Buscó
peatones en la avenida. Nada, era demasiado tarde para que alguien decente
merodeara por las calles. «¡Shht,
sshht!», de nuevo. ¡Una luz cercana!, ¡un Oxxo!, ¡algún sitio abierto donde
resguardarse! No había policías, ni guardias, ni nadie. Por eso las mujeres
desaparecían sin rastro en la gran ciudad. Largos tramos de avenidas
solitarias, sin nadie a quien acudir cuando se necesitaba. Recordó el noticiero
en la mañana, anunciando el cuerpo de una joven en un baldío. Se le agolpó el
corazón. Ni siquiera se atrevía a voltear a ver. Incluso pudo sentir un sudor
frío en la frente, en el pecho, escurriendo por la espalda.
―¡Ey!―se
escuchó aquella voz potente como un trueno, seguramente amenazando para que se
detuviera.
Echó
a correr sintiendo sus latidos atropellados, una sensación de rapidez fluyó
desde dentro. Tenía que huir, lejos, muy lejos de ahí. Las pisadas tras de ella
también se agilizaron. Saltaba banquetas cuarteadas, raíces de árboles,
franqueaba automóviles invadiendo la acera, mirando de reojo a su atacante,
midiendo la distancia. Sabía lo que pasaría si no lograba escapar. Cada día
había noticias de ello: mujeres secuestradas, siendo prostituidas, violadas o
muertas, no quería eso, ¡quién querría eso? Corrió intentando contener su
mandíbula temblorosa. Recordó a su madre, sus hermanos, las veredas del cerro
tantos años atrás, la gente en el metro tocando sus nalgas, el cansancio, los
indigentes, la fábrica, la soledad… aquella mañana en la bodega, en que no
había nadie. Los costales de cebollas a medio pelar. Don Crucito ahogado en pulque
en una esquina. «Mija, ven», la pescó del brazo, el agrio humor de su
piel invadiendo sus sentidos. «¿No hay mercado, don?», le preguntó inocente. La
jaló de la cintura, intentando besarle el cuello. Le tomó una chichi, le forzó
la blusa. Ella forcejeando por zafarse. ¡La impotencia! «¡No!¡No!», sintió aquella cosa entre la
bragueta. «¡No!» gritó. ¡El dolor! Las uñas sucias encajándose en su piel ¡La
vergüenza! ¡El odio! Las ganas de matarlo. Su cabello despeinado. Los moretones
en el alma.
―¡Detente!―sintió
el aliento rozarle la oreja.
Los
recuerdos se nublaron. Y entonces tropezó. ¡Había caído! ¿Ya qué quedaba?
La
mano rápida del que la perseguía la jaló del brazo.
―¡No!
―gritó empañada en lágrimas, suplicante―¡otra vez no! ¡Por favor!
Todo
su cuerpo temblaba sin poder contenerse. Suplicó hacerse invisible, dejar de
existir, escapar de aquel momento. Gritó esperando que alguien la oyera, que a
alguien le importara lo que estaba pasando, que alguien ―cualquier gente―
evitará que su alma se desangrara de nuevo.
―¡Auxilio!―se
desgarraba su garganta. Entonces el hombre la soltó, mostró las palmas.
―Tranquila,
¿estás bien? ―dijo el extraño bajando su capucha, mientras buscaba algo en la
chamarra―Perdón si te asuste.
Completamente
descompuesta en llanto, entre la penumbra citadina, aquella oscuridad emanada por
ese demonio devorador llamado ciudad, vio el primer destello de esperanza en
tanto tiempo.
―Se
te cayó tu cartera.
Ganó el Tercer Lugar del Concurso Lluvia de Letras,
de Creadores de Letras 2022.
Sonora, México.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario